Una mujer de 87 años mantuvo abierto durante seis décadas el único comercio que acompañó la vida de los trabajadores del emblemático Frigorífico de Santa Elena. El testimonio vivo de una época que ya no volverá
Por Vicente Suárez Wollert
“Seguiré hasta mi último día”, había dicho Antonina Acuña de Pérez, conocida cariñosamente como Doña Ñata. Y cumplió su palabra hasta el final, sin abandonar nunca el mostrador de esa despensa que se convirtió en mucho más que un comercio: fue refugio, punto de encuentro y símbolo de resistencia ante los cambios del tiempo.
Con 87 años y oriunda de Sauce de Luna, Antonina llegó a Santa Elena en 1955 cuando tenía apenas 23 años, cargando consigo la esperanza de construir una nueva vida en un pueblo que comenzaba a escribir su propia historia. Fue una época de transformaciones profundas para Santa Elena, que acababa de elegir por primera vez a sus autoridades municipales democráticas, antes de que la denominada “Revolución Libertadora” trajera comisionados designados directamente por las Fuerzas Armadas, alterando para siempre el rumbo político de la localidad y marcando el inicio de una nueva etapa en la vida institucional del pueblo.
En 1960, junto a su marido Soilo Pérez, Antonina abrió las puertas de lo que sería una despensa legendaria que marcaría para siempre la historia del barrio. Lo que comenzó como un pequeño comercio familiar se transformó gradualmente en el corazón comercial y social del barrio Martín García, ubicada estratégicamente a seis cuadras del gigante dormido que era el frigorífico Santa Elena.

Durante más de seis décadas, la despensa mantuvo las tradiciones de antaño: galletitas y azúcar vendidas sueltas, pesadas en balanzas mecánicas, la confianza inquebrantable de la libreta del fiado donde se anotaban meticulosamente las deudas de los vecinos, y esa calidez humana única que caracterizaba a los comercios de barrio. Ubicada junto a los famosos paredones de ladrillo de calle Paraná, se convirtió en parada obligada para cientos de trabajadores que transitaban diariamente hacia el frigorífico, convirtiéndose en un lugar donde se tejían las relaciones sociales del barrio y se compartían las noticias del día entre mate y mate.
Los vecinos del barrio aún recuerdan con nitidez cómo, en los días de lluvia torrencial que convertían las calles de tierra en barrizales, los empleados del frigorífico pasaban por la casa de Doña Ñata para llegar a tiempo a sus puestos de trabajo. La despensa se había convertido en mucho más que un comercio: era un punto de referencia geográfico, un lugar de encuentro social y un símbolo de la vida comunitaria que caracterizaba a Santa Elena.
“Cuando cerró el frigorífico, Santa Elena se volvió triste”, recordaba Antonina con nostalgia profunda. “Mucha gente murió esperanzada de que algún día volviera a abrir sus puertas. Imagínese que yo veía pasar un mundo de gente de lunes a lunes, jamás paraba. Era una maravilla que nunca más volví a ver y no creo que vuelva a hacerlo a esta edad”. Sus palabras encerraban la melancolía de quien fue testigo privilegiado del auge y la decadencia de una época dorada.
Durante décadas, Doña Ñata vio pasar por su puerta a generaciones enteras de familias santaelenenses que encontraban en el frigorífico su sustento diario y en su despensa, un pedacito de hogar donde podían encontrar desde los productos básicos hasta una palabra de aliento en los momentos difíciles.
La fortaleza de Antonina se había templado a través de múltiples pérdidas. “Estoy sola en este mundo”, confesaba con serenidad y tristeza. “Soy de una familia numerosa de 12 hermanos, todos han fallecido. Mi compañero de vida también lo perdí hace ocho años y luego a mi único hijo de cáncer de garganta hace dos años”. Cada pérdida había sido un golpe devastador, pero también una lección de resistencia que la había fortalecido para continuar adelante.
Ante tanta pérdida, Antonina encontraba refugio en una fe inquebrantable: “Yo lo considero un mensaje de Dios. Si él lo considera así, seguiré viviendo hasta que disponga”. Con los ojos empañados pero la voz firme, Antonina encarnaba un relato conmovedor de vida, perseverancia e incondicionalidad hacia un oficio que había construido junto a su familia.

La despensa de Doña Ñata representa mucho más que un simple comercio de barrio perdido en el tiempo. Es un testimonio viviente de la historia santaelenense, un eslabón irreemplazable entre el pasado próspero del frigorífico y el presente nostálgico de una comunidad que lucha por preservar su identidad frente a los cambios inevitables del progreso. Lugares como este merecen ser reconocidos oficialmente como patrimonio histórico y cultural de la localidad, valorados no solo por su función comercial original, sino principalmente por su enorme significado social, cultural e identitario para la comunidad. Son espacios únicos que guardan celosamente la memoria colectiva de generaciones, que mantienen vivas las tradiciones que el tiempo amenaza con borrar, y que, como la histórica despensa de Doña Ñata, han sabido resistir al paso implacable del tiempo funcionando como verdaderos faros de identidad comunitaria en medio de las transformaciones urbanas y sociales.

Hoy, cuando el silencio ha reemplazado definitivamente al bullicio cotidiano del frigorífico y sus trabajadores, cuando las calles han cambiado su fisonomía y muchas de las casas han sido reemplazadas o abandonadas, la memoria entrañable de Antonina Acuña de Pérez permanece como un recordatorio emotivo y permanente de que, a veces, las historias más extraordinarias y significativas de una comunidad se escriben detrás del mostrador humilde de una simple despensa de barrio, atendida con amor durante toda una vida.
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