Cuando las palabras no alcanzan

Por Martín Acevedo

El horror se hace imagen y circula, entre nuestras manos, en la era de la hipercomunicación. Somos testigos, como no había ocurrido antes en la historia, de la aniquilación de un pueblo, de un genocidio. Pero las naciones —diría Borges— no dejan de ser entelequias. Lo que vemos son individuos, niños, mujeres, ancianos, laburantes, acribillados, famélicos, a la intemperie, con sus viviendas destruidas, sus hospitales y escuelas convertidos en escombros. Atestiguamos la devastación de miles de vidas. A muchos el sufrimiento de los gazatíes nos conmueve y angustia. Para otros son imágenes lejanas que no tienen ningún vínculo con su existencia. La indiferencia de los espectadores y la crueldad de los verdugos nos deja consternados, con un interrogante sobre la condición humana que se hace nudo en la garganta.

Esta atrocidad no es una situación aislada ni una excepción. Se trata del producto de un proceso cuyo desarrollo, como mínimo, lleva décadas. En 2010, WikiLeaks dio a conocer un registro fílmico en el que se veía y escuchaba a soldados estadounidenses acribillar a civiles afganos desde un helicóptero y celebrarlo como si se tratara de un videojuego. En esta misma línea, tampoco podemos obviar el caso “Kill Team”, en el que se llega a ver a miembros de las fuerzas armadas ya mencionadas jugar con los cadáveres de las víctimas inocentes de sus asesinatos. Una particularidad no soslayable en los dos acontecimientos es el empleo de un lenguaje que remite de forma directa a los entretenimientos bélicos multimedia. Tal vez la exposición reiterada, sistemática y premiada con dosis recurrentes de dopamina, sea un factor clave en la deshumanización del otro. Desde tiempos inmemoriales, hubo juegos que apelaban al ámbito militar, pero siempre tendían a la sublimación de la violencia. Pasábamos de chocar espadas de palo a jugar al ajedrez o al fútbol. Hoy la muerte es expuesta de la forma más cruda y realista en supuestos juegos para chicos que se prolongan hasta la vida adulta.

Incluso las palabras parecen haber sido moldeadas en su significado para que aceptemos el exterminio de la nación palestina. Si buscamos en el conservador diccionario de la R.A.E. el término ‘semita’ nos hablará de los descendientes de Sem y de las personas pertenecientes a los pueblos árabes y hebreos, entre otros. Pero, si consultamos por ‘antisemita’, la institución cuyo patrono es Felipe VI parece olvidarse de los primeros. Saquearon hasta el significado de las palabras. Ya Paulo Freire, inspirado en la obra de Michel Foucault, señalaba que “los dominadores mantienen el monopolio de la palabra, con que mistifican, masifican y dominan”.

Así como la repetición de las palabras lleva a que perdamos sus significados originales, en una clara subversión semántica, la reiteración saturante de las imágenes del horror también nos hace inmunes al dolor ajeno, si no reflexionamos sobre ello. Johandry Hernández y José Enrique Finol, en un informe reciente, sostienen: “La violencia […] deriva en una representación espectacular y serializada de la realidad, que la naturaliza a partir de categorías como la pornografía del horror y la omofagia mediática”. La banalización del sufrimiento y la indignación barata que venden los noticieros es también parte del sistema que condena al dolor y a la muerte de miles y millones de Homo sapiens —como nos llamaba el gran Pepe Mujica, que tanta falta nos hace—.

Más allá de cualquier explicación, lo real duele y las palabras no alcanzan. Incluso las líneas anteriores no tienen ningún sentido ante la cara más terrible de nuestra especie.

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