Carlos Maidana y Miguel Ángel Rueda sostiene el último bastión. Su kiosco es el más antiguo de Paraná y sigue abierto todos los días a pesar del embate de las tecnologías. Lo viejo funciona y resiste
Mientras los celulares y las redes sociales parecen intentar sepultar poco a poco los hábitos de la lectura en papel impreso, en una esquina de Paraná aún sobrevive una historia de resistencia. Con 54 años de trayectoria, el kiosco de diarios más antiguo de la ciudad sigue de pie, desafiando al paso del tiempo, contra viento y marea. Su dueño, de 75 años, lo confirma: “Somos los canillitas más viejos de Paraná”.
Paraná, esta ciudad mediana con río ancho que fue vaciándose de algunas cosas que antes parecían eternas. Los diarios, por ejemplo. Los kioscos. La costumbre de ir a comprar el diario un domingo como quien va a misa, o como quien va hachando la leña para el asado con la familia. Lo que queda son ecos de hábitos que se siguen levantando porque no aprendieron otra forma de vivir, porque las palabras impresas aún expresan las experiencias y las ideas. Como Carlos Alberto Maidana, ese hombre de los joviales 75 años que lleva más de la mitad de su vida detrás de un kiosco. Literalmente. Más de medio siglo vendiendo papel impreso. Ahora, también sartenes, autitos y animalitos de colección; todo para evitar tener que cerrar ese espacio que tanto le costó construir.
La situación no es fácil. Hace unas semanas atrás cerró el puesto de diarios de la peatonal que se encontraba cerca de la esquina de calle España. Entre los puestos que resisten está el de Maidana instalado en la vereda que da a la Feria de Salta Y Nogoyá. “Este kiosco tiene 54 años. Es el más viejo de Paraná”, comentó Carlos. Empezó enfrente, cruzando la calle. Después estuvo en el Club Belgrano. Ya hace un buen tiempo se instaló en la Feria y no piensa moverse. Lo acompaña Miguel, su socio que lleva más de 40 años abriendo las persianas a la madrugada, llueva o truene.
Abren todos los días del año. Todos, menos cuatro: el 1° de enero, el 25 de diciembre, el Viernes Santo y el Día del Canillita. Cuatro días de descanso en 365. “Acá no hay feriado que valga”, dijo Carlos. “Tenemos que estar. Esto no te da tregua”.

La escena es la misma desde hace décadas: la ciudad despertando, el kiosco abriendo, los diarios esperándolo. Pero ya no es igual. Antes vendían 400, 500 diarios un domingo cualquiera. Ahora no llegan a 100. Algunos domingos, menos. “Yo sé que la gente ya no compra como antes. Se meten en el celular y leen lo que quieren. A la hora que quieren. Pero lo entiendo porque son otras épocas”, dijo
Y lo que queda son los clientes de siempre. Algunos tienen 30 o 40 años comprándole el diario. Otros, se murieron y con ellos se murió el hábito. “El día que Dios se los lleva, el hijo no viene más. Nada. Se pierde todo, el vínculo se corta”, dijo Carlos
Buscarle la vuelta
Para sobrevivir, tuvieron que reinventarse con ollas, con sartenes, con figuritas. Con todo tipo de colecciones que llegan desde Buenos Aires o desde los mayoristas que todavía creen que el puesto puede ser más que un vendedor de noticias. “Hay que tener de todo”, expresó Carlos. El local no tiene la típica ventanilla donde al diariero se lo suele ver sentado, atendiendo desde esa especie de marco que se formaba. Este tiene apenas una puerta angosta por donde pasar. Lo demás está repleto de revistas, diarios, agendas, cuadernillos, juguetes, libretas para colorear. “A veces me mandan desde Buenos Aires lo que pido, giramos el dinero, llega la revista, se vende. Así vamos tirando”, explicó.
El kiosco es un negocio familiar. Carlos trabaja con Miguel en la calle y con sus dos hijas desde la casa. Ellas manejan las redes sociales, toman pedidos, organizan entregas. Una logística para sobrevivir a la era digital. “Yo no entiendo mucho, pero ellas sí. Se encargan de los pedidos, los precios, el contacto inicial con los clientes. Después ya seguimos nosotros”, comentó.

Todo funciona bien si se sigue la rutina y las tareas: Carlos trae a Miguel en auto a la mañana temprano. Miguel abre. Carlos llega más tarde. Las hijas se encargan de los celulares. Y así todos los días. Pero no se vive solo del kiosco, por eso él y Miguel siguen pagando sus propios aportes. “Miguel se jubila el año que viene. No sé si seguirá”, dijo con un tono de incertidumbre.
Carlos tuvo otra vida además del kiosco. Fue empleado del gobierno provincial, donde entró en la década del 70, en plena dictadura, y ascendió con todos los gobiernos. “Yo pedía entrevistas con cada director nuevo y les decía: ¿qué hacemos? ¿Usted qué quiere? Vamos para adelante”, recordó. Fue jefe de inspectores, viajaba por toda Entre Ríos, tenía gente a cargo. No podía estar en el kiosco. Pero nunca lo soltó del todo y por eso lo puso a nombre de su mujer, logrando que también se pudiera jubilar.
Carlos trabaja desde los 11 años. Primero en la feria, después como empleado de comercio y más tarde como reparador de radios y televisores. Se hizo desde abajo para ayudar a su casa. “A mí me gustó trabajar desde que tengo uso de razón”, dijo, como si de algo común se tratara.
Hoy, al kiosco le cuesta vender de lunes a sábados, los domingos mejora un poco. Todo muy lejos de aquellas épocas de gloria donde los diarios salían volando. Ahora, si se venden, es solo porque hay quienes todavía creen que tocar el papel es otra forma de percibir el mundo.
El kiosco de Carlos Maidana es una resistencia. Ahí está, aguantando, vendiendo lo que sea, cumpliendo con los clientes, abriendo todos los días. Es un punto fijo en una ciudad que cambió, que se mueve más rápido y que exige la inmediatez.
Quizás, en unos años, ese kiosco sea solo una anécdota o una vieja tapa de diario para recordar cómo era antes. O tal vez no… Quizás resista, con Carlos, con Miguel, con las hijas, con las ollas, con los autitos y con semanarios como El Telégrafo de Entre Ríos que a pesar de todo hacen trinchera en la lucha diaria. Lo viejo funciona.
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