El tiempo pasa, el metal queda

Hace más de 20 años comenzaba un camino que no se detendría hasta nuestros días. Amistades e historias, una forma de vivir que nos da la fuerza para seguir adelante frente a las dificultades del camino

Por César Luis Penna

Un 24 de mayo, hace 28 años, venía a Paraná en su última gira Malón (antes de un parate de más de una década). Cuando me enteré con mis 17 cumplidos, me puse como meta poder asistir. Lo charlamos con mis amigos y todos habían dicho que iríamos. Para esa época, ya transitaba por los pasillos de la escuela nocturna Alem y los veía poco. Un día pasé por Rock and power y el Ruso me vendió la entrada. Diez pesos, por ese entonces la cerveza más cara salía un peso, un paquete de galletitas Traviata costaba 0,50 centavos, un paquete de diez de Camel 0,75, y un pasaje de colectivo 0,25. Por lo que comprar la entrada para adolescentes como nosotros que no trabajábamos, no teníamos beca y vivíamos en pleno menemato, esos 10 eran como diez mil. Junté peso por peso para conseguirla pero al comentarle a mis amigos, ninguno de ellos me iba acompañar, todos inventaron una excusa. Eso me bajoneó un poco pero tenía la entrada, y me preparé para el recital. 

Para llegar lo más cerca posible me tomé el 2 de la Mariano Moreno que era el que me dejaba en el Parque Urquiza, de ahí, me tenía que ir hasta los galpones del puerto. No conocía el lugar, por lo que me fui caminando por Laurencena hasta que vi unos cuerpos metaleros y los seguí. Por aquellos años las reformas que vemos hoy no existían y todo era más oscuro e incómodo. Entre los galpones del puerto y la calle principal solo había lugares abandonados, los boliches y bares que hoy están solo eran un proyecto. Había más oscuridad que luces, pero para nosotros estaba más que bien.

Llegué al lugar, me senté y prendí un cigarrillo, unos minutos después, un grupo de pibes se acercaron… 

–Andas solo pibe? –me dijeron mientras me miraban como si estuviera dentro de un frasco.  

–Y sí, iba a venir con unos amigos pero bueno… 

–Vení… integrate con nosotros. ¡Qué vas andar solo! ¡Sos re parecido a un amigo nuestro por eso vinimos!

Una situación rara, pero ahí me fui con mis nuevos camaradas de recitales. Dos trabajaban en una fábrica de pantalones, y otro era hermano de uno de ellos. Éramos trabajadores y estudiantes guiados por el son del metal. Esperamos con impaciencia compartiendo la cerveza en envase de plástico, de la cual tomaba poco porque aún no controlaba el tema del alcohol. Compartimos mil anécdotas y experiencias en movidas así, cosas del colegio y la vida en general. Parecíamos todos del mismo barrio y amigos de toda la vida, pero no… recién nos conocíamos. 

Cuando se abrieron las puertas nos apuramos para entrar, hubo un desmán ahí con las entradas pero no entendí qué pasó. El lugar era donde hoy está la Sala Mayo, era el galpón de la derecha mirando al río; creo que por entonces eran tres galpones. En el lugar estaba plantado el escenario y una barra donde vendían cerveza adentro, nada de baños ni nada parecido, para ello teníamos un rincón oscuro que daba al río. Todo muy rústico para mi gusto. De a poco se llenó, y Sudaca la primer banda soporte, comenzó a tocar, le siguió en sincronía Letargo con Marito Gogniat en la batería, subieron los decibeles y la temperatura. Justo antes de la banda principal, Mate Cosido, una banda porteña que tenía como hit un tema llamado “El Burrito” (el cual tenía una sola estrofa pero tenían video que lo pasaba Mtv) nos sacudieron a todos con su mezcla de estilos. Esperamos casi una hora para que el Tano Romano tocará los primeros acordes de su guitarra. En un principio miraba de lejos el escenario sorprendido por la imponente batería del Pato Strunz. Cuando comenzó el pogo algo me llegó y me fui con mis rulos largos dispuesto a que pase lo que tuviera que pasar… En un momento estaba abrazado con alguien cantando “Gatillo fácil”, en otro momento me caí en el cemento frío y húmedo por la cerveza, alguien paró el pogo y me socorrieron; entendí que mi otra familia estaba ahí mismo. Me volvía loco con cada tema, era lo que había escuchado tanto tiempo en cassettes y en la radio… todo estaba ahí justo frente a mí. 

Ni bien pasó de las doce, la banda bonaerense entonó la introducción del himno nacional, y con el grito de ¡Viva la patria! de su cantante y replicado por el público, comenzó a sonar “Revolución Nacional” (uno de sus temas incluido en su trabajo llamado Justicia o Resistencia) que en sus estrofas dice: 

…Pude quedarme sentado, sólo mirando de atrás

   Pero mi sangre no es barro y me mandé a pelear

   Historias de vida y trabajo que no he de perder

 Seré lo que deba ser o nada seré.  

Todos cantamos y agitamos toda la noche compartiendo el pucho, la cerveza y el vino. El recital terminó y se encendieron las luces, todos se esfumaron. Los músicos teloneros fueron corriendo a mirar la batería que había estado tapada todo el día. Yo solo me quedé descansando las piernas porque no daba más.

 De un momento a otro llegó un colectivo y nos pidieron una mano para cargar los equipos a los que estábamos ahí. Cuando teníamos todo cargado salieron Antonio Romano el guitarrista, Carlos Cuadrado bajista, y Claudio Strunz el baterista. Saqué la entrada y me la firmaron, O´Connor el cantante ni aparecía, pero recién lo hizo cuando me iba. No encontramos la birome y me negó la firma, pero le dije: “Sacale un pedazo y damelo, sería como un autografo dental”. Miró a sus compañeros y lo hizo. Me fui despidiendo de las personas que siempre había querido conocer mientras escuchaba sus canciones y miraba el poster de mi habitación y también de ese lugar que nunca había visto y que me había cuidado como un abuelo a su nieto.

Como mi colectivo no pasaba hasta las seis de la mañana decidí volver caminando las mil cuadras que hay desde el puerto hasta casa. A esa hora me podía correr un alien que nadie se iba enterar. Hice un parate en la plaza José Hernández y después seguí camino. Llegué con las piernas destrozadas pero contento, por primera vez en muchos años podía decir: ¡Soy feliz! 

Cuando volví a la escuela me recibieron con un cántico: “Baila la hinchada baila, baila de corazón… somos los negros somos los grasas pero conchetos no”. El cual lo había escuchado en el recital y uno de mis compañeros había entrado en los últimos temas y me había visto, yo a él no. Era extraño, me sentía integrado, contento y raro al mismo tiempo. Varios años después vendrían otros recitales, uno de los cuales lo fui a ver con mi novia recién operada de la vesícula que tenía la entrada y no se quería perder la vuelta de la banda a los escenarios, otros en los que los entrevisté por teléfono a todos, otro en el que me caí una vez más en el pogo en Tribus (Santa Fe) y gente sin remera y resbalosa me rescató, y otro en que tocaron todos los temas de Hermética, porque ellos eran sus músicos y no podía contener las lágrimas de felicidad. 

Ya van 28 años yendo a todos los recitales de las bandas locales y nacionales, agitando las banderas de la amistad, el compañerismo y la camaradería.