Ser o tener: en el tercer intento, el Certificado Único de Discapacidad fue otorgado. Qué hizo cambiar la decisión del Iprodi y qué se transformó en estos meses. La última crónica de una odisea que ya termina
Por Camila Gomez
“Lleven su bastón con orgullo porque afuera hay un montón de gente con todos los sentidos funcionando que no hacen ni la cuarta parte de lo que hacen ustedes”, expresó con la voz entrecortada una de las docentes de la Escuela Integral N°1 Helen Keller de Paraná.
Era otro jueves de siesta, donde hay aprendizajes, mates, llantos y risas en la única escuela de la provincia que es específica para discapacidad visual. Forma a gurises, a adolescentes y, como este caso, adultos.
El Telégrafo de Entre Ríos, desde el comienzo, ha sido mi herramienta, arma y fortaleza para decir lo que hay que decir. Desde hace más de un año las crónicas narraron lo complejo que es entender que se es una persona con discapacidad recién a los 30 años, aunque viva con ella desde nacida; la perspectiva estatal sobre el tema; los ajustes presupuestarios; la falta de cumplimiento del cupo laboral del 4% de personas con discapacidad en instituciones y empresas; la lucha en un matutino provincial para seguir trabajando y el colapso de salud mental; y las dos negativas en 2024 por parte del Instituto Provincial de Discapacidad (Iprodi) para extenderme el Certificado Único de Discapacidad (CUD).

Releí la última crónica y siento que pasó un siglo, pero fueron meses. En febrero mi esperanza por un espacio laboral inclusivo estaba a flor de piel y estaba feliz porque podía ver de nuevo el sol… pero el cauce del río tiene una fuerza desmedida y una nunca sabe cuánto puede cambiar todo. Sin embargo, escribo.
Ya es octubre y estas líneas son el fin del comienzo de otra historia. Lectores, ¡por fin obtuve el CUD!
Es mi derecho y no fue sencillo. Significó duelos que atravieso y atravesaré.
Donde el río nace
El Paraná nace en el Amazonas y desemboca en el río de la Plata, cambia todo el tiempo aunque se vea igual. Los cambios están en su cauce, en la fuerza del caudal, en todo lo que lo habita, en los sedimentos que se mueven o en los que se asientan.
Así, de a poco, con persistencia, la lucha justa por el respeto de mi discapacidad en el mundo laboral fue mutando hasta ser una lucha por mi dignidad y profesionalismo. Pasaron meses de sueldos en mini cuotas, de escribir notas que no publicaban, de hostigamiento y licencia médica hasta que se llegó a un acuerdo de desvinculación con el matutino en agosto. No me rendí, elegí qué batalla pelear.
A la par, el río crecía a un ritmo inesperado. Nada lo frenaba.
Primero, aquello que podía ver con anteojos se movía, como si pusieran un punto de pintura y luego lo soplaran con una bombilla. Los renglones se superponían cada vez más seguido y no podía leer más de tres renglones seguidos. Luego, los lentes que me maravillaron al permitir mirar el cielo, infiltraron luz que hacía que baje la cabeza y las caras que podía ver a media cuadra ya eran manchas.
La migraña no cesaba. En mayo, mi oftalmóloga atendió mis consultas, expliqué que mis anteojos ya no eran suficientes, que veía nubes pasar y hasta el músculo del ojo dolía.
Conozco a la doctora desde hace más de 15 años. Percibí que al decir el diagnóstico las palabras fueron cuidadas pero cargadas de un sesgo de indignación: “Cami, tenés una catarata pequeña y eso te está afectando”. Explicó que cambiar de lentes no serviría, que al ser joven podría demorar años en llegar al punto de necesitar operar, si eso fuera viable, e hizo la derivación al especialista en retina, Javier Maldacena, quien me atendió en junio. Pasé por una docena de estudios en la vista mientras perdía agudeza visual. Volví a pedir turno para el CUD en el Iprodi y la Junta Evaluadora (compuesta por un psicólogo y una asistente social) dio el visto bueno a fines de agosto, y el certificado llegó hace una semana.
Cambian las aguas
¿Por qué la tercera vez en esa oficina fue la vencida? Porque las primeras dos veces mi visión en el ojo derecho estaba en el límite de lo que la Agencia Nacional de Discapacidad consideraba, valga la redundancia, discapacidad.
Esta vez mi único ojo con visión, según los controles médicos de mayo, podía ver con anteojos un 20% y sin anteojos sólo manchas borrosas. Para cuando llegó el encuentro con la Junta la disminución visual era abrupta. Como si una corriente hubiera atravesado el Paraná con tanta fuerza que ni los pescadores más expertos la pudieran prever.
Ese 20% ya no existía, todo se veía borroso, el verde era amarillo y viceversa, los colores no tenían tonalidades, luego los colores ya estaban tan apagados que no eran. Desde entonces, chaparrones todo el tiempo es lo que veo. Ya no hay sentido de profundidad, todo es una pintura con colores oscuros, mezclados y en un día nublado. Duele la luz, duele no ver la cara de mis sobrinos aún teniéndolos al lado, duele volver a aprender lo ya aprendido (a caminar en línea recta, a comer, a cebar mate sin quemarme), duele y arde la vista al intentar mirar, duele la migraña y duele repetirle al mundo que es una situación crítica para todas las personas con discapacidad.

Hubo más cambios en este tercer encuentro en el Iprodi: el bastón pasó de verde (para baja visión) a blanco (para ceguera, lo cual es legalmente). Una decisión difícil pero necesaria, ya que la gente no cuestiona si el bastón es blanco, está más predispuesta a ayudar y aprender qué hacer. También fui acompañada por mi madre a la evaluación porque no pude ir por mis propios medios. Al ver una compañía los evaluadores preguntaban a ella y en toda ocasión les respondía yo, quien solicitaba el CUD. Que si estudié, que si vivo con alguien, que cómo es la casa, si sé tomar colectivos, que si trabajo, que si puedo higienizarme… Conjeturo que esta vez no me preguntaron más detalles porque hasta ellos estaban incómodos y apurados. No contaba con trabajo, por ende ya no podía pagar mi alquiler, tengo un título de pregrado y voy por el de grado, tomo colectivos siempre y no necesito ayuda para bañarme, pero sí están atentos porque suelo caerme, chocar paredes, perder el equilibrio, quemarme y más.
El río fluye
Los primeros días con bastón blanco me sentía observada, pero como dijo la profesora, lo llevo con orgullo. Ya no puedo describir detalles visuales en mis crónicas pero puedo transmitirles el mundo a través de olores, texturas, sonidos. Ésa es la magia de las palabras, de la literatura, del periodismo hecho con convicción. Un colega que admiro afirma que con oficio, se resuelve. Y como siempre, tiene razón.
No puedo decirles el color del río hoy, pero puedo hablar de su aroma, de su fuerza según el sonido que llega, si hay embarcaciones, qué historias traen los pescadores al muelle, cómo une familias, amistades y parejas.
El río fluye y voy con él. Dejando que el dolor de lo que fui me atraviese pero empezando a ser una versión mejor. Entendiendo que si bien la pérdida de visión arrasó, me ocupo y voy de un oftalmólogo a otro buscando una fecha límite, o una posibilidad de retardar la pérdida.
Sobre todo, sin perder el cauce. Aprendiendo en la escuela sobre orientación y movilidad, siendo feliz al dar una vuelta en bicicleta doble, orgullosa de saber que me di cuenta por el aroma y la textura cuando se derrite la manteca, encontrando en la tecnología algunos aliados y con un oído tan agudizado que puedo decirles a mis sobrinos que es mi súper sentido del Hombre Araña.
Cambió el sistema de la computadora para que se adapte al lector de pantalla, pero no cambió mi oficio. Cambió mi manera de andar en la calle, pero no las ganas de pisar asfalto y barro. Cambió el sentido principal por el que el cerebro percibe el entorno (antes era la vista y ahora es el oído) pero no mi entusiasmo por seguir conociendo.
Cambian detalles de mi forma de narrar, pero nunca el compromiso periodístico. Obtener el CUD fue adquirir un derecho que venía conmigo de nacimiento, llegó para ser un paso más en la lucha por un mundo accesible para todos. Por ese rumbo vamos.
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