Por Martín Acevedo
La reiteración cíclica de ciertos hechos les confiere una ilusión de eternidad. Como si existieran desde y por siempre. Año tras año, las clases comienzan, algunas veces de forma conflictiva, con algo de incertidumbre, pero, a pesar de todo, el inicio es indefectible. Sin embargo, las escuelas no son un fenómeno natural; tal como las conocemos hoy, nacieron como un producto de la modernidad. De los más de doscientos mil años que el homo sapiens lleva vividos, solo los últimos trescientos (un paréntesis mínimo en la historia de nuestra especie) la educación estuvo delegada, en parte, en estas instituciones.
Hija de dos, o más, tradiciones antagónicas, la naturaleza de la escuela moderna entraña una contradicción, que no siempre se resuelve por su faceta más alentadora. Su origen se remonta a las dos grandes revoluciones, la Francesa y la Industrial. La segunda la propició con el objeto de producir mano de obra adecuada para el nuevo modelo económico. Y la primera, con la premisa de formar ciudadanos para una república de iguales, libres y fraternos.
En nuestra realidad nacional, la escolaridad fue apreciada por la sociedad como un instrumento de igualdad y ascenso social, para los sectores más desfavorecidos.
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